martes, 9 de noviembre de 2010

Lectura del día

Primera Lectura

Lectura del libro del profeta

Ezequiel (47, 1-2. 8-9. 12)

En aquellos tiempos, un hombre me llevó a la entrada del templo. Por debajo del umbral manaba agua hacia el oriente, pues el templo miraba hacia el oriente, y el agua bajaba por el lado derecho del templo, al sur del altar.

Luego me hizo salir por el pórtico del norte y dar la vuelta hasta el pórtico que mira hacia el oriente, y el agua corría por el lado derecho.

Aquel hombre me dijo:

“Estas aguas van hacia la región oriental; bajarán hasta el Arabá, entrarán en el mar de aguas saladas y lo sanearán. Todo ser viviente que se mueva por donde pasa el torrente, vivirá; habrá peces en abundancia, porque los lugares a donde lleguen estas aguas quedarán saneados y por donde quiera que el torrente pase, prosperará la vida. En ambas márgenes del torrente crecerán árboles frutales de toda especie, de follaje perenne e inagotables frutos. Darán frutos nuevos cada mes, porque los riegan las aguas que manan del santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas,

de medicina”.

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Salmo 45

Un río alegra

a la ciudad de Dios.

Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, quien en todo peligro nos socorre. Por eso no tememos, aunque tiemble, y aunque al fondo del mar caigan los montes.

Un río alegra

a la ciudad de Dios.

Un río alegra a la ciudad de Dios, su morada el Altísimo hace santa. Teniendo a Dios, Jerusalén no teme, porque Dios la protege desde el alba.

Un río alegra

a la ciudad de Dios.

Con nosotros está Dios, el Señor; es el Dios de Israel nuestra defensa. Vengan a ver las cosas sorprendentes que ha hecho el Señor sobre la tierra.

Un río alegra

a la ciudad de Dios.

Evangelio

† Lectura del santo Evangelio

según san Juan (2, 13-22)

Gloria a ti, Señor.

Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.

En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.

Después intervinieron los judíos para preguntarle: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?”

Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Replicaron los judíos: “Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿Y tú lo vas a levantar en tres días?”

Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho.

Palabra del Señor.

Gloria a ti, Señor Jesús.

Reflexión

En el episodio de la expulsión de los vendedores del Templo se observan dos centros de interés, aparentemente contrapuestos.

Primero se presenta el celo de Jesús por la dignidad de "la casa de su Padre". Puede verse, por tanto, una valoración positiva de la realidad sagrada del Templo. Pero a continuación se constata una especie de indiferencia de Jesús para con este mismo Templo.

Habla de su destrucción y de su futura sustitución a través de la destrucción y resurrección de su propio cuerpo.

Evidentemente, en plena preparación de la Pascua y de acuerdo con la intención del evangelista Juan, nos interesa más la segunda perspectiva. Con el gesto simbólico de la purificación del Templo de Jerusalén y con palabras lo suficientemente explícitas, Jesús anuncia el cambio radical que introducirá su muerte y su resurrección en el régimen cultual de la humanidad. Más intencionadamente que los demás evangelistas, Juan subraya la alusión a la resurrección al emplear no el término "edificar", sino el término "levantar" (egeirein), directamente relacionado con los términos neotestamentarios que designan la resurrección de Cristo. A partir de la resurrección, ya no existen lugares privilegiados de la presencia de Dios entre los hombres. La Humanidad de Cristo, presente en todas partes mediante el Espíritu, es el nuevo y definitivo Templo. En cualquier lugar donde se anuncie el escándalo de la cruz (cf. 2 lectura) y se acoja en la fe, está el Templo de Dios. Y el verdadera culto no necesita espacios materiales, sino que se da en cualquier parte donde los hombres vivan la fe y la caridad.

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