martes, 2 de noviembre de 2010

lectura del día

Primera Lectura

Lectura del libro de Job

(19, 1. 23-27)

En aquellos días, Job tomó la palabra y dijo: “Ojalá que mis palabras se escribieran; ojalá que se grabaran en láminas de bronce o con punzón de hierro se esculpieran en la roca para siempre.

Yo sé bien que mi defensor está vivo y que al final se levantará a favor del humillado; de nuevo me revestiré de mi piel y con mi carne veré a mi Dios; yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo contemplarán. Esta es la firme esperanza que tengo”.

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Salmo 24

A ti, Señor, levanto mi alma.

Acuérdate, Señor, que son eternos tu amor y tu ternura. Señor, acuérdate de mí con ese mismo amor y esa ternura.

A ti, Señor, levanto mi alma.

Alivia mi angustiado corazón y haz que lleguen mis penas a su fin. Contempla mi miseria y mis trabajos y perdóname todas mis ofensas.

A ti, Señor, levanto mi alma.

Protégeme, Señor, mi vida salva, que jamás quede yo decepcionado de haberte entregado mi confianza; la rectitud e inocencia me defiendan, pues en ti tengo puesta mi esperanza.

A ti, Señor, levanto mi alma.

Segunda Lectura

Lectura de la carta

del apóstol san Pablo a los

Filipenses (3, 20-21)

Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos que venga nuestro salvador, Jesucristo.

El transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas.

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

Evangelio

Lectura del santo Evangelio

según san Marcos

(15, 33-39; 16, 1-6)

Gloria a ti, Señor.

Al llegar el mediodía, toda aquella tierra se quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús gritó con voz potente: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?” (que significa: Dios mí, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Miren, está llamando a Elías”.

Uno corrió a empapar una esponja en vinagre, la sujetó a un carrizo y se la acercó para que bebiera, diciendo: “Vamos a ver si viene Elías a bajarlo”. Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. El oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: “De veras este hombre era Hijo de Dios”.

Transcurrido el sábado, María Magdalena, María (la madre de Santiago) y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro. Por el camino se decían unas a otras: “¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?” Al llegar, vieron que la piedra ya estaba quitada, a pesar de ser muy grande.

Entraron en el sepulcro y vieron a un joven, vestido con una túnica blanca, sentado en el lado derecho, y se llenaron de miedo. Pero él les dijo: “No se espanten. Buscan a Jesús de Nazaret, el que fue crucificado. No está aquí; ha resucitado. Miren el sitio donde lo habían puesto”.

Palabra del Señor.

Gloria a ti, Señor Jesús.

Reflexión

Hoy hacemos memoria de los fieles difuntos, de aquéllos que están gozando de la presencia plena del Padre. No es que estemos festejando el dominio de la muerte en nuestras vidas, como si la muerte fuera el destino último de la humanidad, como si la muerte tuviese la última palabra; el evangelio de este día nos confirma, a través de la resurrección de Jesús, que la vida está por encima de la muerte. La vida es el destino de la humanidad, pues es el querer de Dios, es su proyecto; y es este proyecto el que Jesús vivió y proclamó: que todos y todas tuviéramos vida abundante y digna. Los que presenciaban la agonía de Jesús en la cruz creían que era la derrota de un hombre y de un proyecto, no la donación de una vida a favor de la humanidad; el único que confiesa la acción salvífica de Dios efectuada en Jesús es el centurión romano: Realmente este hombre era Hijo de Dios; esta confesión nos lleva a afirmar que la muerte, y con ella todos los sistemas que ciegan la vida, es derrotada. Por lo tanto, la fe que confesamos debe estar apoyada por verdaderas acciones que defiendan la vida, tal como lo hizo Jesús de Nazaret.

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